—Pero
es que no me sé bajar.
—Eso
es bien fácil, hijo. Dejas de dar pedales y pones el pie del lado que caiga la
bicicleta.
Me
alejaba otra vez. Sorteaba el cenador, topaba con la casa, giraba ahora a la izquierda,
recorría el largo trayecto junto a la tapia hastaalcanzar el fondo del jardín
para retornar al paseo central. Mi padre iba ya caminando lentamente hacia el
porche:
—Es
que no me atrevo. ¡Párame tú! —confesé al fin.
Las
nubes sombrías nublaron mi vista cuando oí la voz llena de mi padre a mis
espaldas:
—Has
de hacerlo tú solo. Si no, no aprenderás nunca. Cuando sientas hambre subes a
comer.
Y
allí me dejó solo, entre el cielo y la tierra, con la conciencia clara de que
no podía estar dándole vueltas al jardín eternamente, de que en uno u otro
momento tendría que apearme, es más, con la convicción absoluta de que en el
momento en que lo intentara me iría al suelo. En las enramadas se oían los
gorjeos de los gorriones y los silbidos de los mirlos como una burla, mas yo
seguía pedaleando como un autómata, bordeando la línea de la tapia, sorteando
las enredaderas colgantes de laspérgolas del cenador.
¿Cuántas
vueltas daría? ¿Cien? ¿Doscientas? Es imposible calcularlaspero yo sabía que ya era por la tarde.Oía
jugar a mis hermanos en el patio delantero, las voces de mi madre preguntando
por mí, las de mi padre tranquilizándola, y persuadido de que únicamente la
preocupación de mi madre hubiera podido salvarme, fui adquiriendo conciencia de
que no quedaba otro remedio que apearme sin ayuda, de que nadie iba a mover un
dedo para facilitarme las cosas, incluso tuve un anticipo de lo que había de
ser la lucha por la vida en el sentido de que nunca me ayudaría nadie a bajar
de una bicicleta, de que en este como en otros apuros tendría queingeniármelas
por mí mismo.
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— ¿Sabes? ¡Juan ha ganado a los
federados! ¡Les ha dejado con un palmo de narices!
La
plaza era un clamor. Los muchachos federados, que aún no habían salido de su
asombro, cambiaban impresiones con sus fans,organizaban
cabizbajos el regreso a Burgos, mientras mi hijo, achuchado por la multitud,
era la viva estampa del vencedor. Pero cuando, tras ímprobos esfuerzos, logré
aproximarme a él y le animé a que se sentara en el banco corrido de los
soportales, se señaló las piernas(unas piernas tensas, rígidas, los músculos
anudados aún por el esfuerzo) y me dijo confidencialmente:
—Espera un poco; si me
muevo ahora me caigo.
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