Dicen de él que es una máquina, quizá lo sea, porque sólo
actúa y apenas piensa. Resulta difícil distinguir dónde comienza el ingenio de
metal y donde termina su cuerpo. Los músculos gritan. Se abraza a la tortura.
Lejos de amedrentarle, la carretera le enfurece.
La mente destila fogonazos de un pasado siempre presente, el
cruce de aquel vehículo que le obligó a dar un volantazo, el estruendo, el
silencio, el dolor indescriptible, en nada comparable al que sintió al ver que
su mujer y su hija no respiraban.
El aire aguijonea su rostro. Desciende el puerto a tumba
abierta. Toma curvas al límite de lo posible. El público que le anima desde el
arcén sólo ve un instante de color que se desvanece, llamado a extinguirse como
todo lo que nace.
Los psicólogos insisten en que no debe culparse por seguir
vivo. Enganchado a la bicicleta como a un último asidero, la prótesis suple su
pierna perdida, pero no puede reemplazar a las otras ausencias. El agotamiento
ayuda a no pasar la noche entre lamentos.
Pone pie en tierra. El asfalto tampoco ha querido llevárselo
hoy. Le entregan un trofeo, uno más. Él, indiferente, mira al cielo.
- Ángel
Saiz Mora-
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